Según la RAE, la tortura está definida como un “grave dolor físico o psicológico infligido a alguien, con métodos y utensilios diversos, con el fin de obtener de él una confesión, o como medio de castigo”. Los primeros indicios de tortura en la comunidad humana se remontan a la época de la Antigua Grecia, siendo su apogeo y periodo de mayor esplendor entre los siglos XI y XII, llegando incluso hasta casi nuestros días en algunos sistemas judiciales. Y eso, tortura, es lo que sufrió toda su vida Sam English, el delantero centro de una época donde el fútbol se creía más noble, el jugador que hoy, casi 100 años después de haberse retirado, sigue ostentando algunos récords goleadores del fútbol escocés. Y el hombre que tuvo que retirarse antes de tiempo (y que fallecería a temprana edad a causa de la ELA), que pese a ser uno de los futbolistas más deliciosos de la historia, pasó a los anales como “El chico que mató a John Thomson”.
Hoy estamos acostumbrados a ver cómo los delanteros son egoístas. Cómo marcar el gol es el objetivo mayoritario y cómo hay algunos que incluso ponen la tienda de campaña en el área rival. Ese no era el estilo de Sam English, que pese a bajar a recibir ya no solo a campo propio, sino a su misma área, se acabó retirando con unas cifras de goles envidiables. Entonces, no se registraban los datos de asistencias, aunque por su estilo, todo hace indicar que fueran muy parejas a las anotadoras. English jugaba casi más de espaldas que de frente, combinaba más que chutaba y asistía casi de manera idéntica a la que marcaba. Era delantero centro, pero dada su habilidad incluso acabó jugando en posiciones interiores y de manera esporádica por las bandas. Pero todo eso se olvidó, de golpe y porrazo, una fatídica tarde de 1931. El día que, dentro de un campo de fútbol, mató a John Thomson. El día en el que también murió una parte del propio English.
Old Firm es mucho más que un partido. La rivalidad entre el Celtic de Glasgow y el Glasgow Rangers trasciende a lo meramente futbolístico. Un enfrentamiento con tintes religiosos, políticos e históricos que se remonta a hace más de 400 años y una brecha que se agrandó en el siglo XIX, cuando se produjo una migración masiva desde Irlanda hasta asentarse en la ciudad escocesa. El Celtic es el equipo tradicional de los católicos irlandeses. Los Rangers, los lealistas a la corona. Una rivalidad que resquebrajó la propia Irlanda y terminó con una guerra violenta entre sus dos hijas. El componente ideológico es tan fuerte, que durante toda la historia ha habido mil y una peleas. Sangre y muerte, violencia sectaria que hace impensable que estas dos ramas de una misma ciudad puedan hermanarse alguna vez en el futuro. Y ahí, en un Old Firm, un futbolista del Rangers pasó a la posteridad por matar a uno del Celtic en medio del campo. Así se contó la historia.
Sam English fue el décimo de una familia que tenía once hijos. Nació en Crevolea en 1908, Irlanda del Norte, aunque a los dos años su familia se fue a vivir a Escocia. Richard English, su padre, fantaseaba con la idea de tener en sus vástagos su propio equipo de fútbol. Por número, bastaba. Aquel cambio de país se dio precisamente porque Crevolea era un pueblo pequeño donde apenas había oportunidades de trabajo, y sus once hijos lo tendrían demasiado difícil para ganarse un futuro si permanecían allí. En Escocia, English comenzó a tener sus primeros idilios con el fútbol, que no con el balón, pues sus primeras hazañas se remontaban a patear una vejiga de cerdo de las malas, sin el recubrimiento que sí tenían los balones más avanzados de la época. Fútbol de principios del siglo XX.
Comenzó a trabajar como tendero a los 14 años tras abandonar el instituto. Había jugado al fútbol como delantero para el equipo del colegio, el Dalmuir School, y eso había hecho que muchos equipos locales llamaran a su puerta, pero los partidos se jugaban el sábado, cuando más trabajo había en la tienda, por lo que ambos desempeños no eran compatibles. Después pasó a trabajar en una constructora, donde a los 15 años comenzó a jugar al fútbol con el equipo de la empresa, el Dalmuir Albion. Su hermano mayor, Richard, era un jugador muy talentoso. Extremo izquierda, era un torbellino que no dejaba de crear ocasiones para los delanteros en los 10 años que jugó al fútbol en nivel amateur. En 1926, Richard se unió al Old Kilpatrick, un equipo de la Scottish Junior League, una liga creada para equipos juveniles que no se consideraban de primer nivel ni lo suficientemente buenos como para ser profesionales. Su impacto fue tan positivo, que el entrenador le concedió el pequeño privilegio de dejar jugar a su hermano Sam, pese a que éste no había cumplido los 18 años. Sam marcó en su primer partido, pero su estadía en el equipo se limitó a entrar y salir continuamente de los encuentros. Solo estuvieron un año. Luego se fueron al Port Glasgow, ya en Senior Scottish League (equipos sin tanto talento y considerados de divisiones inferiores y no profesionales). Ambos se divertían jugando juntos y Sam comenzó a meter sus primeros goles importantes. Pero de pronto, el club firmó a un delantero más experimentado y Sam abandonó la disciplina a final de temporada, habiendo metido 9 goles, nada mal para sus 19 años.
Entonces fue a buscarle el Yoker Athletic, que incluso se atrevió a darle un suculento salario, teniendo en cuenta que se trataba de fútbol semiprofesional, en una categoría hoy equiparable a las Non-League que se disputan en las ligas británicas. Hizo 80 goles en su primera temporada y, según los registros, hizo casi 300 en las tres temporadas que estuvo (293 en total). Y muchos que no se le contabilizaron. Y es que entonces no existían las luces artificiales en los campos, y si la noche llegaba en mitad de un partido y no había visibilidad, el árbitro decretaba el final anulando el resultado o posponiéndolo para otro día sin que nada de lo jugado contabilizase. Al final de su tercera temporada en el Yoker, prácticamente todos los técnicos de la que hoy es Premier League habían sucumbido a sus encantos. Tottenham, Leicester, Manchester United y Manchester City habían mandado a sus entrenadores para ojearle. El Newcastle había puesto demasiado interés en él e incluso Herbert Chapman, el gran técnico de la época, se reunió con él en persona para cerrar su fichaje por el Arsenal. English sorprendió firmando por el Glasgow Rangers cuando, en la primera charla con el club escocés, quedó enamorado de Ibrox Park y rechazó el cheque en blanco de los Gunners.
En su primer año, Sam English hizo magia, estableciendo una marca que hoy sigue vigente. 44 goles en su temporada de debut (35 partidos). Pero esa misma temporada, la 1931-1932, un hecho cambió su vida. En un Old Firm ante el Celtic, en un balón dividido dentro del área, su rodilla chocó con la cabeza del portero John Thomson, que quedó inmóvil y rápidamente fue trasladado al hospital, donde se le practicó una cirugía de emergencia y donde moriría horas más tarde al no superar las heridas por una fractura craneal. Compañeros, jueces, árbitros e incluso la propia familia del guardameta del Celtic exoneraron por completo a English, pero nunca lo hizo el aficionado. Tanto que, al terminar su segundo año, Sam English tuvo que salir casi obligado de Escocia, huyendo de los gritos que le tildaban de asesino y de los asaltos incluso en plena calle, así como de las patadas y la tensión que había en el césped cuando él estaba presente. Su destino no fue uno cualquiera, sino que fue el Liverpool quien se hizo con el goleador del momento, ese que venía de marcar 54 goles en 60 partidos con los Rangers.
Pero una parte de Sam English moriría también en aquella acción fortuita donde perdió la vida John Thomson. De uno de los dos permaneció el cuerpo en el mundo de los vivos, pero ambas almas caminaron de la mano al más allá. Solo tenía 24 años cuando había sucedido y, culpable o no, sí había sido protagonista de la muerte de un compañero de profesión. Y no estaba preparado para asumirlo. Porque Sam English triunfó, de manera breve, en Anfield. Pero nunca fue el mismo. Las expectativas eran altísimas y el delantero irlandés se convirtió en el fichaje más caro de la historia del club. Aficionados llenaban los graderíos incluso en los entrenamientos y su puesta de largo fue multitudinaria. Pero en Inglaterra no escaparon sus fantasmas. Allí se encontró con rivales que le llamaban ‘asesino’ y a los que tenía que enfrentar incluso a puñetazos porque habían herido su honor. Sam English rompió moldes en Anfield, tanto que en sus primeros 25 partidos ya había logrado 18 goles, cifra que en toda la historia del club solo superaron tres hombres (Fred Pagnan en 1901, Ronald Orr en 1908 y Sturridge en 2013). Pero también tenía récords negativos. Era el jugador que más faltas sufría de lejos. Su cuerpo estaba reventado por la cantidad de patadas a destiempo que recibía. Y su rendimiento comenzó a bajar como fruto de un cuerpo magullado que a los 25 años no podía más.
Al finalizar su segunda temporada en Anfield pidió salir y, aunque el club era reacio a dejarle marchar, no tuvo más remedio que hacerlo. Algunos grandes clubes se siguieron interesando en él, pese a que su nivel no era el de hacía solo un año, pero English tomó una decisión extraña. El Queen of the South, un club del primer nivel de Escocia, le permitió entrenarse de lunes a viernes con su antiguo equipo, el semiprofesional Yoker Athletic, y viajar para jugar los fines de semana. Y ahí aceptó English, que podría retornar a casa y solo trasladarse los domingos para el partido. Su temporada se perdió entre lesiones y el desgaste mental que estaba sufriendo un jugador abrumado por el lenguaje verbal que le ofrecían los rivales. La prensa comenzó también a criticarle de blando mentalmente y de acusarle de estar él mismo atormentado por aquel incidente. Tal fue la dimensión del asunto, que English se pasó los últimos meses sin jugar y a final de año intentó una última aventura en su carrera, volviendo a Inglaterra para unirse al Hartlepools United.
El frenazo en su carrera fue morrocotudo, toda vez que renunció a jugar en la máxima categoría del fútbol escocés para hacerlo en la Third Division de Inglaterra. Pronto se ganó el corazón de los aficionados por sus actuaciones, pero también cayó en desgracia. Y puede que no fuera su culpa, pero tener un jugador de tanto nombre en un equipo con poca historia triunfadora le jugó una mala pasada. El título del ‘Mejor jugador que el Hartlepools tendrá en toda su historia’ que le colocó la prensa hizo calar en los seguidores el pensamiento de que los curiosos se acercaban al club por English y que no paraban de hacer de menos el que era el equipo de su vida para ensalzar la figura de un chico que, siendo rematadamente bueno, realmente solo acababa de llegar y que en su segunda temporada, y última, sería nombrado segundo capitán. Porque en verano de 1938, tras dos temporadas y 27 goles con el equipo, a Sam English le volvieron a llover ofertas de primer nivel, la propuesta de renovación del Hartlepools era a la baja y el club pedía para su traspaso el doble de lo que había pagado dos años antes. Sam lo que realmente quería a sus 28 años era jugar en el Coleraine, un equipo aficionado que tenía su estadio a dos kilómetros de donde él había nacido, pero el Harlepools no lo iba a permitir.
Un día de aquel verano, Sam English volvía de pasar una tarde con sus hijas en el parque cuando la vocecilla de Eleonor, la pequeña, de casi cinco años, a la que había que sacar las palabras con sacacorchos, le hizo pasar el momento más triste de su vida. “¿Papá, has matado a un hombre? ¿Por qué lo hiciste, Papi? ¿Le disparaste?”. Sam no supo que decir y no le contó a nadie aquella vivencia hasta casi 30 años después, cuando se sinceró en un largo reportaje en el Daily Express. Y en esas, entre los quebraderos de cabeza sobre si volver a jugar o no, sobre si seguir en el Hartlepools o intentarlo nuevamente en equipos punteros, estalló la Segunda Guerra Mundial y el mundo entero paró. Alemania bombardeó la ciudad de English, que vio las 12.000 viviendas reducidas a ceniza. Fue un paréntesis de más de cinco años que terminó con muchas vidas y también con las expectativas de Sam English de volver a ser futbolista. Porque cuando el conflicto terminó, en 1945, él ya tenía 37 años y lo único que le quedó fue una carta del Hartlepools United que le anunciaba que quedaba fuera de contrato y era libre de firmar con quien quisiera. Carta que nunca leyó completa y tiró a la basura más cercana.
Después de una breve época como entrenador, Sam recuperó el trabajo en los astilleros, prácticamente de lo que había vivido siempre su familia, y allí permaneció hasta casi su muerte, que llegó a los 58 tras una larga lucha contra una enfermedad. En varias entrevistas, ya retirado, confirmó que el incidente con John Thomson le torturó toda la vida. Que desde entonces, nunca fue capaz de mirar a los ojos a un portero en un balón dividido y que los cerraba cuando iba a disparar. Que, pese a que llegó a intimar con la familia de Thomson, que siempre le exoneró de cualquier culpa, la sombra del portero del Celtic siempre le persiguió. Que pensó millones de veces qué habría pasado si ambos hubieran aceptado unos meses antes la oferta de Chapman, que quería unirles en el Arsenal, por lo que nunca se hubieran encontrado en aquel Old Firm. Y que habría renunciado a los más de 400 goles que metió en sus nueve temporadas como futbolista para quitarse esa losa de encima.
Hoy, todavía, Sam English es recordado con cariño por la afición del Glasgow Rangers (Rangers FC desde su refundación en 2012) en Ibrox Park. En 2017, una pancarta con su fecha de nacimiento y muerte fue desplegada en el partido liguero ante el Partick Thistle FC, en un duelo que tuvo también como fondo un cántico permanente a la figura del goleador del club. Su bisnieto, Gregor Cree, siguió sus pasos durante años goleando para el Yoker Athletic, orgulloso de seguir con el legado de su bisabuelo, un Sam English que definió su carrera tras la muerte de John Thomson como “siete años de fútbol sin alegría”.
Imagen de cabecera: Rangers FC
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