Martin O’Neill, entrenador del Aston Villa entre 2006 y 2010, no era un tipo cualquiera. Detrás de su inofensiva apariencia, cercana a un oficinista consumado por un trabajo que no le llena, sobresalía un técnico sagaz, inteligente y soñador. El Aston Villa, que mendigaba por una salvación previamente, comenzó a desear expediciones por Europa, o quizás algo más. Algo a lo que agarrarse para volver a conectar a un campeón de Europa, o eso decían los más viejos del lugar. Escribir se asemeja a formar un equipo: no se pueden repetir palabras en un texto, hay que cuajar frases con sentido y hay que invertir tiempo. La cantera, mezclada con un puñado de fichajes muy acertados, eran el acicate de algo que podía ser grande. Se estaba gestando una historia que podía desempolvar el libro de la entidad para trazar algo muy especial con diversos autores, pero con objetivos similares. ¿Por qué no?
De casa salió Gabriel Agbonlahor, un centeallente ariete que olisqueaba querella como un gamberro a las 4 de la madrugada. Eran él y Ashley Young, su ‘Partner in Crime’, los que no necesitaban ni un empujón ni que le tiraran la copa para tener bulla. Ellos iban con su pequeño cuchillo, prestos a atacar a la mínima. Y hacían daño, vaya si lo hacían. Que hablen ahora del famoso ‘bum bum ciao’ de Palermo en la Casa de Papel. Cualquier central de la época se reiría. Especialmente los que pulsaban el R2 con violencia en la videoconsola para detener a un tornado. Al final, quedó una lección para la posteridad: no le pueden otorgar espacio a los buenos. Y menos, sobre todo, exhibir una duda cuando les defiendes. Los traviesos nunca perdonan.
Ellos eran así. El dúo inglés, con un John Carew estratosférico como punta de lanza, se había puesto entre ceja y ceja que había que desbancar de alguna manera a los cuatro fantásticos: Liverpool, Arsenal, Manchester United y Chelsea. El cuarteto, que tenía citas por Europa con asiduidad, eran el paradigma de una liga más desigualada, menos compacta. Entrar en la Champions League, por lo que pugnaban Everton y los villanos bastante lejos, se asemejaba a una proeza de dimensiones bíblicas. Pero O’Neill, terco como él solo, quería intentarlo. Creía en ello. Tras el sexto puesto del curso 07-08, repitió posición un año más tarde, en un final de competición digno de Carlos Queiroz y su Real Madrid. Llegaron a estar terceros en la jornada 25, pero once puntos en las últimas 13 jornadas les alejó del sueño. Se acercaban cada vez más en puntuación a los grandes, pero aún quedaba un pequeño paso para llegar donde casi nadie creía. Por ello, su técnico, a sabiendas que sus dos perlas podían acabar marchándose a un conjunto puntero, trató de tensar la cuerda con la directiva. “Esto es el Villa”, se repetía.
Hay que tener cuidado con lo que uno desea, no vaya a ser que ello se cumpla. O no, digo yo. Los villanos, con Steward Downing y James Milner complementando el trío maravilla, se quedaron a seis puntos de la previa de la máxima competición continental, en la 09-10. Aquella obsesión tan grande, tan poderosa, acabó por destrozar un proyecto imposible, que llegó a atisbarse como algo real. Porque O’Neill, imaginando al Villa entre los grandes, se había desgastado. El Tottenham, aprovechando el deterioro del Liverpool, consiguió colarse entre los cuatro primeros. Se le habían adelantado y esta vez no había manera de detener el éxodo de sus mejores futbolistas. Desesperado por la falta de recursos, presentó su dimisión justo antes de empezar el curso 2010-2011. Se acababa una era. En el Aston Villa no podía aceptar que para comprar había que vender. Este club es demasiado grande para ello.
Young y Agbonlahor, que habían sumado buenísimos dígitos con O’Neill, sintieron el disgusto de un club que iba en caída libre. Los entrenadores se fueron deslizando por el banquillo de los de Birmingham, pero todos con la idea de quedarse en la Premier League. 40 puntos y a las Seychelles. Aquella gestión rompió el dúo que hizo que todo el mundo tomara en serio al Aston Villa. Young se marchó al Manchester United y Agbonlahor acabó pagando sus problemas extradeportivos sin su amigo. Nunca quiso marcharse del club de sus amores y se retiró en 2017.
Hoy, ese delantero impredecible ve a los villanos como un aficionado más. Su socio, un extremo habilidoso y regateador, se convirtió en un lateral cumplidor y capitán. Young, a la vez que nosotros comprendíamos que no es bueno pasarse de la raya coloreando, se transformó en ese tipo que sienta la cabeza y lee libros de autoayuda. Pasar de extremo a lateral es como aprender con los años que no es bueno mezclar bebidas y que es horrible meterse en problemas. Esa metamorfosis es un sinónimo de nuestra propia vida. Pensábamos que se comería el mundo dentro del área. Al final, se ganó la vida cerca de la suya, defendiéndola. Nada sale como pensamos. Que le pregunten al bueno de Martin O’Neill.
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