Allí estaba él, firme, con los ojos bien fijos. Los miraba a ellos, eufóricos, que festejaban un muy buen gol de Friaca que les estaba dando un campeonato mundial, ni más ni menos. Los globos volaban, las bengalas explotaban, los brazos se convertían en una extensión más del cielo y las sonrisas eran más blancas que nunca. Todo era alegría en la tierra del jogo bonito. Brasil, que venía de golear a Suecia y España, estaba a unos pocos minutos de conseguir algo histórico. El pueblo era un puño cerrado gritando por su campeón.
Pero había un hombre que se mantenía intacto frente a tanto frenesí. Él, simplemente, agarró la pelota de aquel cuero marrón y se acercó al árbitro inglés, George Reader, para recriminarle un fuera de juego en aquella jugada. “Después del gol que nos hicieron, por mi cabeza no pasó nada. Era lo mismo de siempre. Tuve la suerte de ponerme la pelota bajo el brazo, pero yo no hice eso para aplacar la furia de Brasil. Yo protesté un ‘orsay’ que era ‘orsay’, nada más que no lo hice a los gritos. Después la gente cambió todo. Cada cual habló a su manera, pero lo que yo hice esa tarde en Maracaná fue protestar un `orsay’” le expresaría años más tarde Obdulio Jacinto Muiños Varela a la (ya extinta) revista El Gráfico.
Razones tenía para seguir creyendo. El Negro Jefe, nacido en Montevideo un 20 de septiembre de 1917, sabía lo que era jugar ante Brasil y ganarle. De hecho, lo habían hecho hacia relativamente poco, el 6 de mayo por la Copa Rio Branco, aunque días después “los blancos “(recordemos que la camiseta verde y amarilla característica no sería utilizada sino hasta 1954) terminarían venciendo a la Celeste en dos partidos donde se sigue sospechando de ayudas arbitrales. «La noche antes de la final con los brasileños, no pasaba nada. Era lo mismo de siempre. Como si fuéramos a salir de fiesta. Nosotros ya habíamos estado unos meses antes en Brasil jugando con ellos por la Copa Rio Branco y los habíamos tanteado muy bien. Los mismos jugadores brasileños, que venían de ganar goleando a todo el mundo y jugando muy bien, decían que el partido con nosotros era difícil. Los únicos que se sentían campeones mundiales era el público. Los jugadores de ellos, le aseguro que no. Era una cuestión psicológica” le comentó al mismo medio argentino.
Por aquellos años, Uruguay era sumamente respetada por la selección que hacía de local en el flamante Estadio Maracaná. Pese a aquellos triunfos anteriores, los brasileños sabían que debían matar pronto a su rival si no querían sufrir catastróficas consecuencias. No importaba que fueran los últimos campeones sudamericanos. No importaba que en aquel Mundial le hubieran metido seis tantos a España y siete a Suecia (dos rivales muy buenos, cabe aclarar). Enfrente tenían a una bestia negra, a un seleccionado sin miedo. Y a un capitán que peleaba todas.
Varela, aquel múltiple campeón con Peñarol, antes del encuentro, en el vestuario, según un mito, dijo a sus compañeros: «No piensen en toda esa gente, no miren para arriba, el partido se juega abajo y si ganamos no va a pasar nada, nunca pasó nada. Los de afuera son de palo y en el campo seremos once para once. El partido se gana con los huevos en la punta de los botines». No se sabe si aquellas palabras fueron ciertas o no. Pero algo era seguro, la actitud del Negro Jefe había convencido a sus diez aliados de que era posible ganar aquella contienda. Sus compañeros Carboneros, Juan Alberto Schiaffino y Alcides Ghiggia, lograron remontar la historia, consagrando a Uruguay como uno de los más sorprendentes campeones. No por el tamaño de aquel plantel (que ya era campeón mundial y múltiple campeón continental), sino por todo lo externo que aconteció a aquella gesta: el ir perdiendo 1-0 ante un rival agrandado por los partidos previos, el jugar ante más de 200 mil espectadores rabiosos, el tener sí o sí que ganar para consagrarse (Brasil 1950 fue el único torneo con una ronda final) y hasta el salir a la cancha sabiendo que ni los dirigentes creían en ellos.
Cuando la hazaña se consumó, Varela no festejó de manera convencional. Sentía una profunda repulsión por aquellos mandamases que solo pensaban en el dinero y que, hasta el pitido final, jamás habían creído en ellos (“lo único que logramos fue darles lustre a los dirigentes. Si tuviera que jugar la final de nuevo, me hago un gol en contra” repitió hasta su muerte, ocurrida el 2 de agosto de 1996), por lo que salió del hotel y se mezcló entre la gente. Se dice que, allí, vio a cientos de brasileños llorando y que todos repetían que habían perdido por su culpa –claro, nadie sabía que hablaban justamente con el flamante campeón mundial-. Eduardo Galeano retrataría estos hechos de forma magistral: “(…) y Obdulio siente estupor por haberles tenido bronca, ahora que los ve de a uno. La victoria empieza a pesarle en el lomo. Él arruinó la fiesta de esta buena gente, y le vienen ganas de pedirles perdón por haber cometido la tremenda maldad de ganar. De modo que sigue caminando por las calles de Río de Janeiro, de bar en bar. Y así amanece, abrazado a los vencidos”.
Obdulio, cuarto en Suiza 1954, se retiró silbando bajito. No le gustaban los honores y, de hecho, dejó de ir a la cancha muy pronto, en parte por hinchas que fueron maleducados con la leyenda, en parte porque se había cansado de toda la basura escondida debajo de la alfombra. Lo que nadie le quitó fue el hecho de haber sido el capitán de una de las hazañas más grandes de todos los tiempos. Ese momento, en el que tomó el balón y domó a todo un país, quedará grabado hasta el fútbol deje de existir.
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