Hay noticias que se leen tres y cuatro veces. Y las que sean. Se reza para que no sea real, que sea un error, que nos despertemos de la pesadilla. Pero la realidad es que Kobe Bryant se ha marchado y con él se nos va un pedacito de nuestras vidas porque su leyenda no entiende de generaciones: todos, peinemos canas o estemos en el colegio, le hemos idolatrado. Hemos correteado con él en videojuegos y nos hemos prometido que sería de cobardes dormir sin verle jugar en sus Lakers, el equipo que amó desde que tenía uso de razón. Su vida fue una sucesión de sueños cumplidos, de historias para el recuerdo. Todos queríamos ser Kobe.
La mamba negra edificó su vida a partir de una infancia lejos de su casa. Vio y siguió a su padre por Europa, en Italia, hasta que pudo hacer aquello que siempre quiso: jugar. Por ello, por esos inicios lejos de su hogar, sus valores nunca han sucumbido a la exposición continua de leyenda de NBA. Siempre supo de dónde venía. Bryant es el único jugador que tiene dos dorsales retirados: el 8 y el 24. El conjunto angelino, roto de dolor, lleva horas sin hablar en las redes sociales. Eso solo ocurre cuando se pierde a alguien que sabes que te dio todo lo que tenía en la salud y en la enfermedad. En la riqueza y en la pobreza. Toda su vida.
Bryant
estuvo en conjuntos para el recuerdo, con compañeros fantásticos, pero también
anduvo en equipos de poco nivel en la competición en los que tenía que cargar
con toda la franquicia. Consiguió todo lo que podía obtener individual y
colectivamente. Anotó 81 puntos en un encuentro ante los Raptors, discutiendo
el trono a todo un Wilt Chamberlain. Pero, por encima de todo, seguía siendo
ese niño que se ponía los calcetines de su padre y que soñaba con tiros
ganadores en su habitación, con bolas de papel y una papelera. Ahí, como en la
realidad, siempre le entraban. ¿Por qué Kobe? Que nos despierten ya, por favor.
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