Imagina sólo por un momento que eres seguidor de un equipo histórico. De esos que, en algún momento, hicieron que amaras el fútbol. Clubes que conquistan los feudos más emblemáticos de Europa, que ganan títulos y realizan gestas para el recuerdo.
Ahora imagina que has vivido todo eso. Que has alcanzado la gloria. Has acariciado el éxito con tus propias manos. Y, de repente, todo cambia. De la noche a la mañana, ese equipo deja de ser grande, deja de ganar títulos, de realizar gestas y levantar pasiones en el mundo entero. Entra en barrena, hasta el punto de caer a Segunda División. No una, ni dos, sino hasta tres veces. Una caída sin fin. Eso es ser del Deportivo de La Coruña.
Pongámonos en contexto. Empezaremos esta historia en un día en concreto. Exactamente el 14 de diciembre de 2019, en una gélida noche de invierno en Ponferrada. Un sonido retumba en el estadio de El Toralín. Un pitido. El final de un partido. Los aficionados del Deportivo allí presentes, con lágrimas en los ojos, no daban crédito. Una nueva derrota. Una de tantas. La décima de la temporada. La afición desplazada pedía explicaciones sin recibir una respuesta clara. No la había. El club se encontraba a nueve puntos de la salvación y su futuro económico tenía, incluso, peor pronóstico que el deportivo. Estaban condenados al descenso y, seguramente, a la desaparición.
Mientras, en A Coruña se vivía un silencio extraño en cuanto al fútbol. El deporte rey dejó de ser el tema de conversación de una afición que vivía con desánimo todo lo que rodeaba al club. El consejo de administración había dimitido una semana antes, el 9 de diciembre, pero no tenía pensado dejar su cargo hasta mediados de enero. Un milagro, eso es lo que necesitaban.
Tras esa derrota, y viendo el futuro que le esperaba a la entidad, la afición empezó a moverse. El miedo se apoderó de una ciudad que veía cómo se esfumaba una parte de su vida. Se vivía con angustia cada noticia, cada pequeño cotilleo, buscando algo a lo que aferrarse, por imposible que pareciera en ese momento. Uno de los pilares de la ciudad se hundía.
Apareció entonces esa pequeña luz. El primero de los milagros que necesitaban. Una noticia positiva entre tanta confusión: ABANCA y Fernando Vidal, antiguo consejero del club y candidato a la presidencia, iba a presentarse a las elecciones con un acuerdo bajo el brazo que lo cambiaría todo. La deuda, que ahoga a un club histórico desde hace años, quedaría en un segundo plano y permitía ahuyentar a uno de los mayores fantasmas del club: la desaparición.
De repente, la gente empezó a creer en un proyecto que no se sabía ni si existía. De estar condenados a hablar de nombres como Emre Çolak, Celso Borges, Luisinho o Insua. Nombres de otra categoría para el colista de la competición de plata.
De entre todos ellos resaltaba una persona. Esa pieza que necesita todo proyecto. Una persona que levanta pasiones y que no le importan los retos, por muy complicados que parezcan. Capaz de unir a una hinchada rota y, sobretodo, de lograr lo imposible. Alguien capaz de provocar un cambio radical en una afición. De conseguir que la misma gente que días atrás había explotado contra sus jugadores y contra la directiva acuda a animar al entrenamiento de su equipo. Solo por su presencia. Ese hombre es Fernando Vázquez. O mago de Castrofeito.
Viejo conocido de A Coruña, había provocado que el club, en una situación similar años atrás, estuviera a punto de lograr una salvación milagrosa. Esa vez, por desgracia, no se pudo conseguir el objetivo, pero él, aún sabiendo que podría acabar igual que la anterior ocasión, decidió aceptar de nuevo el reto.
La ilusión se apoderó de la gente hasta el punto de que el Deportivo, con Luis César todavía al mando, se fue a Navidades con una victoria agónica en el último segundo contra el Tenerife que le permitía recortar a cinco puntos su distancia con la salvación. La llama se estaba avivando de nuevo.
Tras la junta de accionistas, Armenteros, uno de los consejeros de Vidal, adquirió el mando del club. Se firmó el acuerdo con ABANCA y empezaron a llegar jugadores que, hace un mes, eran impensables para un club que era colista y estaba sumido en una profunda crisis económica, social y deportiva. Sabin Merino, Emre Çolak, Uche Agbo y Claude Beauvue se unieron a la entidad blanquiazul con un objetivo claro: obrar el segundo milagro, el deportivo.
La afición, rota meses atrás, se empezó a unir y los jugadores, ayudados por la buena dinámica de las últimas jornadas, se empezaron a contagiar de la felicidad de su gente. Los mismos futbolistas que habían llevado al club al punto más crítico de su historia eran prácticamente los mismos que ahora los estaban sacando del pozo. Parecían otro equipo. Estaban disfrutando de nuevo.
El efecto Vázquez surtió efecto. Una victoria en Numancia. Entradas agotadas ante Racing y Cádiz en Riazor. Dos victorias más. De estar a nueve puntos, completamente desahuciados, a lograr cuatro victorias consecutivas y meterse de lleno en la lucha por la salvación. El Deportivo estaba ahí, mucho antes de lo esperado, peleando por un objetivo que, a principio de año, era inconcebible. Riazor volvía a gritar con fuerza el “Sí se puede”. Riazor volvía a creer.
Hacía un mes, solo los locos creían que se podía. Hoy, solo los locos no lo creen. Porque pase lo que pase, algo ha cambiado. Los aficionados blanquiazules ven un equipo unido y comprometido, que va a luchar hasta el final y que cree que lo imposible, con la ayuda de todos, no es tan imposible. El Deportivo ya no es un buque a la deriva.
No sabemos cómo acabará esto. Esperemos que este sea el final feliz que A Coruña y Fernando Vázquez tanto se merecen. Porque a esta historia aún falta por escribir una última página. El colofón final a una temporada de película. La historia que espero contar.
Fútbol como forma de vida. Colaborador de varios medios digitales como Los Otros 18, Mundiario o DeporSempre. Twitter: @Aldo_Vazquez1
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