Las redes sociales también están para la carcajada sencilla, de aquellas de usar y tirar, como todo hoy en día. Por ello, en la previa de un partido del Everton suelo leer comentarios a los típicos tweets del club que, animados, piden una buena atmósfera en la previa del partido. Sin embargo, los community managers suelen encontrarse con comentarios bien distintos. “Por favor Everton, no hagas un Everton”, contesta más de un aficionado de los toffees en muchos partidos. Seguramente, lo que sucedió en Leicester es el paradigma cristalino del conjunto de Merseyside. Jugar como nunca y perder como siempre. Con dolor. Y, a largo plazo, fichar como nunca y no llegar al mínimo de las expectativas. Lo que lleva sucediéndose varias temporadas.
Qué mala cara se le quedó a Marco Silva tras el golazo de Kelechi Iheanacho, convertido en estrella en un partido. Ya le había servido el tanto del empate a Jamie Vardy, con el King Power Stadium con el babero. Poco habían disfrutado de sus bondades, olvidadas en aquellos inicios en el Manchester City. El corto banquillo de los Brendan Rodgers, que puede costarle sinsabores en unos meses, obligó a dar entrada al todavía joven delantero. Los visitantes, previamente, habían construido un relato positivísimo. Les cedieron la posesión a los anfitriones, muy corteses. Aun así, Iwobi y Sigurdsson lanzaban contragolpes interesantísimos, con Sidibé y Richarlison en versión Harlem Globetrotters. Todo salía bien. Y encima ganaban.
El 5-4-1 que dispuso Silva incentivó la pobre confianza de la zaga del Everton, ensangrentada durante meses. Holgate, Keane y Mina disfrutaron ante la posibilidad de no tener que correr hacia atrás, sino de anticiparse en cada jugada. Le estaba quitando metros a Jamie Vardy. Y ni Maddison ni Ayoze recibían balones entre líneas. El Everton, durante gran parte del choque, tuvo las líneas muy juntas y cerraba con habilidad todos los pasillos. Como equipo. Con mucha entereza.
Todo se avecinaba a un empate. Por ello, Marco Silva, sabiendo que podía ser su último partido, decidió arriesgar y poner otro punta. Cambió a un 5-3-2 y añadió a un futbolista de la banda al pivote defensivo, donde sufrían. El carril central, con el paso de los minutos, era cada vez más fértil para un desbocado Leicester. Por ello, entró Schneiderlin. Aun así, aunque todo tenía sentido, el Everton acabó bailando al son de Iheanacho, ilustrado en el propio Holgate. El defensor, de un lado al otro, fue el mejor espectador del tanto de la victoria del Leicester. Un gol que parecía fuera de juego. Se anuló. Se rezó. Pero la balanza, como suele ocurrir, cayó a favor del rival. Gol y derrota.
La mayor duda radica en el derbi ante el Liverpool. Ir a Anfield, últimamente, ha significado sufrir. Los blues llevan ya 20 años sin vencer allí y posiblemente viajen en uno de los peores momentos de las últimas décadas. En Goodison Park no se comenta otra cosa. Parece ser que Farhad Moshiri, máximo inversor, cree mucho en la habilidad del portugués para levantar la situación. En cambio, Bill Kenwright, aficionado de toda la vida y con el 5% del club en su haber, piensa en David Moyes. Kenwright, hombre de teatro, romántico y filántropo, sueña con volver a tener al Everton como lo tenía a principios de los 2000. Que nada cambie.
Mientras se deciden, se abocan a otro derbi que se antoja duro. “No soy la persona adecuada para decirte si estaré en Anfield”, comentaba Silva. Parece que ya no hay marcha atrás. Tras una horrible derrota, que le dejó con rostro perdido, tendrá que levantarse y motivar a sus futbolistas para enfrentarse al mejor equipo de Europa, donde perder es sinónimo de tragedia para su gente. Un severo correctivo en el hogar de sus rivales es mucho más doloroso que todas aquellas derrotas ante equipos que se presumían peores a principios de curso, por historia y dinero invertido. Hoy les miran desde abajo, en la decimoséptima posición. Pero, la paciencia suele acabarse en estos choques. Como mínimo, tiene una bala más para rearmarse con ese esquema que casi le da un punto ante el segundo. En Anfield, solo le queda una proeza que nadie en el club ha hecho en 20 años para detener algo que cada vez parece más claro: su despido.
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