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Betis

La mano de Django

Hace poco estuve en uno de esos conciertos en los que compras la entrada por anticipado, pero en los que no conoces hasta el día antes el lugar exacto de la ciudad en el que se va a celebrar, ni tampoco al artista o artistas que van a tocar hasta el mismo momento de la actuación. Una experiencia recomendable, por cierto, porque además te puedes llevar tus propias cervezas de casa y eso siempre está bien. Uno de los grupos que actuaba ese día en este peculiar evento musical era un dueto compuesto por un contrabajista y un guitarrista que decían hacer un estilo de jazz llamado jazz manouche o jazz gitano del que yo nunca había oído hablar pero que parece ser la única variedad de jazz que ha sido creada en suelo europeo. Un estilo gestado y desarrollado por un solo hombre, Django Reinhardt, a quien este dueto hacía un apasionado tributo con cada pieza.

Django se sirvió de las melodías más tradicionales de su origen gitano, las mezcló con el swing de los años treinta de forma totalmente autodidacta y dio origen en la escena musical parisina a un estilo único, personal y alegre que, sirviéndose de toda esa amalgama de variopintas influencias, se convirtió a su vez en una fuente de inspiración para muchos de los grandes del jazz, del country o del rock estadounidense, como los mismísimos Les Paul, Jimmy Hendrix o Mark Knopfler. Un legado que ha llegado vivísimo hasta nuestros días. Lo característico de su genuina manera de tocar la guitarra era que solo lo hacía con dos dedos, el índice y el corazón, algo extremadamente difícil y prácticamente impensable antes de su aparición, ya que la parte derecha de su cuerpo había quedado en su mayor parte inutilizada tras un incendio sufrido en la caravana en la que vivía cuando contaba con 18 años. Vaya por delante que yo no tengo ni la más pajolera idea de jazz, pero el relato de su vida realmente me impactó. Casi tanto como su música. Busquen su historia porque es fascinante.

Pues bien, la historia de Django Reinhardt, quién sabe por qué motivos concretos, me hizo recordar al Betis. A este Betis actual y también al Betis inmediatamente anterior. A priori, Rubi llegaba al Benito Villamarín para seguir tocando la misma música que ya se tocaba antes por estos lares, pero utilizando ahora todos los dedos de la mano para darle más matices a su forma de tocar la guitarra: más gol, más verticalidad, más alternativas, más capacidad de adaptación, más versatilidad. Más cantidad de notas, mejores resultados. Esa era la teoría, claro. Y, sin embargo, su Betis es, hasta el momento. el equipo de toda LaLiga con una identidad más difusa y con una mayor cantidad de problemas a la hora de saber exactamente qué quiere hacer y a la hora de plasmar sobre el terreno de juego qué es lo que quiere ser, si es que quiere ser algo concreto.

En ese traspaso de poderes de un año a otro, el cuadro verdiblanco ha cambiado las progresiones con balón desde el portero por un juego directo improductivo, del que un desesperado Borja Iglesias podría dar fe. Ha paliado al fin la falta de gol que tanto lastró al equipo el curso pasado, sí, pero ha obtenido a cambio una búsqueda de ocasiones demasiado desbocada, que ha hecho que se le caiga de los bolsillos casi todo lo demás, que se vuelve en su contra por ser incapaz de sujetar los ritmos de los partidos y que redunda en una falta de definición alarmante que arrastra desde la primera jornada sin apenas visos de cambio. Mientras que la salida extremadamente cuidada desde atrás para encontrar jugosos espacios para sus mejores jugadores en tres cuartos de campo y a partir de ahí intentar acelerar la jugada que servía de tupido colchón y lanzadera, ha pasado a caracterizarse por una inquieta aceleración sin ninguna claridad, que hace que la pelota vuelva más rápido hacia campo propio.

Por su parte, el centro del campo, con esa sobreexcitación como discurso colectivo, sigue sin contar con los actores plenamente adecuados, ni con una estructura que permita, en su ausencia, paliar esa carencia nominativa fruto de una mala gestión deportiva estival en dicha parcela. Nada de lo que pasa por la sala de máquinas, por llamarla de alguna manera en este Betis, halla continuidad. Una medular que siempre da la sensación de faltarle efectivos por dentro, que apenas encuentra opciones por delante de la pelota porque los escalonamientos de los jugadores para poder recibir con claridad en los pasillos interiores brillan por su ausencia, que se vacía deliberadamente por querer ser un equipo excesivamente exterior y que se ha convertido en el termómetro del equipo desde la testaruda reinstauración de la línea de cuatro atrás. Y el termómetro parece haberse congelado. Al menos hasta que alguien pueda llegar en enero con una manta debajo del brazo que permita al equipo taparse los pies y la cabeza al mismo tiempo.

La acumulación de la posesión, a veces exclusivamente defensiva o claramente enfocada hacia el puro control, ha sido cambiada por la búsqueda de una energía inconclusa que casa más bien poco, como casi todo lo demás, con el grueso de la plantilla y, especialmente, con los dos mejores futbolistas del equipo, Nabil Fekir y Sergio Canales, que tienen que bajar muchos metros por detrás de la medular para entrar en contacto con el balón y tirar de un exceso de conducción y regate para intentar sobrepasar las dos líneas pobladas que tienen constantemente por delante, en lugar de recibir en zonas desde las cuales su inmensa calidad pudiese causar estragos. Un contexto que está obligando a Canales a hacer las veces de organizador bajo para intentar compensar, sin demasiado éxito, la falta de un hombre más en la primera línea con el que asentar la posesión desde su inicio y hacer saltar las presiones altas sin necesidad de rifar el balón constantemente.

En ocasiones, este nuevo enfoque parece, más allá de un Loren en un excelso estado de forma, estar incluso ideado exclusivamente para exaltar las virtudes verticales de sus laterales, siendo estos jugadores de un segundo escalón en el plantel en cuanto a capacidad productiva, calidad técnica, talento y determinación. Lo cual, atenta contra la lógica más pura a la hora de crear un equipo de fútbol. Además, exige en los de arriba una carga física en las persecuciones sin balón en la presión adelantada imposible de mantener durante noventa minutos y que deriva, cuando el Betis no logra estar perfectamente plantado en campo rival, en que las pérdidas producidas en zonas intermedias hagan bastante vulnerable el retorno, en una cesión del dominio a través de la pelota y en que llevar al bloque verdiblanco a su propia mitad sea una cuestión relativamente sencilla. 


Y es que, en este mismo sentido, hasta que el Betis siga siendo incapaz de juntarse y de encontrar con asiduidad a Fekir y a Canales en situaciones de una mínima ventaja espacial en la zona de los mediapuntas, su zona, seguirá siendo un equipo con muchas dificultades para imponer su juego en casi cualquier contexto e incapaz asimismo de generar fútbol más allá de media hora cada dos o tres encuentros. Y claro, para juntarse como bloque y para encontrar a sus dos figuras en esa zona habría que empezar por querer buscarlos desde detrás, sin embargo, las ocasiones nacidas de acciones colectivas vertebradas por el pase en corto han desaparecido y los envíos rasos que superen una línea por dentro y que logren girar al rival tras su recepción adelantada son una rareza, más aún con el filtrador William Carvalho ausente.

Rubi llegó a Sevilla con una ganas tremendas y totalmente comprensibles de gustar a la parroquia verdiblanca y con unas intenciones futbolísticas que mantenían un formato continuista en cierto modo, pero también con un mensaje claro y preconcebidamente rompedor en muchos otros aspectos con el pasado más cercano, sobre todo de cara a la galería y en su discurso fuera del campo. En cambio, lo que esencialmente ha quedado hasta el momento en el Benito Villamarín de su labor real como entrenador en el Betis es que el técnico de Vilassar de Mar es un entrenador muy trabajador, lo que es obviamente una gran virtud, aunque si al trabajo no se le aplica el talento, ese talento por potenciar que tiene en una plantilla que es muy similar o incluso con un punto de calidad superior a la que manejaba Quique Setién la temporada anterior, puede ser una metodología igual de improductiva o aún menos que si al talento no se le aplica una gran ética de trabajo.

El Betis de Rubi ha pasado de querer ser una mano con cinco dedos intactos para así mejorar la música que sonaba anteriormente, a ser, en la práctica, los dos dedos inútiles de Django, es decir, un quiero y no puedo incapaz por sí mismo de hacer sonar siquiera las cuerdas de la guitarra, no digamos ya de generar, implantar e implementar un nuevo estilo. Una incapacidad evidente sin la adaptación necesaria para conseguir dejar de ser eso mismo, una incapacidad evidente. A estas alturas del campeonato, ha quedado ya sobradamente demostrado que lo mejor que podría pasarle al Betis en lo puramente deportivo es que se volviesen a escuchar por la Avenida de la Palmera los ecos de los acordes de guitarra tan propios y característicos del genuino jazz manouche de Django Reinhardt. Aunque a estos les faltasen todos los matices adicionales, tan imprescindibles para muchos, que el uso de dos dedos más iba a darle.

Sevilla. Periodista | #FVCG | Calcio en @SpheraSports | @ug_football | De portero melenudo, defensa leñero, trequartista de clase y delantero canchero

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