Josip Iličić no concede apenas sonrisas y cuando las esboza a medias y tímidamente, estas le cuelgan demasiado forzadas de una figura notablemente desgarbada y de un rictus impertérrito más propio de un mentalista televisivo de los noventa metido en el papel y con su acento balcánico intacto, que de un futbolista de primerísimo nivel e integrante de uno de los mejores equipos de una de las grandes ligas de la élite europea, porque eso es exactamente lo que su Atalanta es ahora mismo: un grandísimo equipo. Este niño de la Guerra de los Balcanes que no llegó a conocer a su padre debido al cruento conflicto bélico yugoslavo, de ascendencia croata y obligado a huir de su Prijedor natal en Bosnia hacia la Eslovenia en la que creció y desarrolló su fútbol es hoy a sus 31 años y lleva siendo, al menos desde su reveladora llegada a Bérgamo en 2017, uno de los jugadores con mayor capacidad continuada para influir en los partidos de toda la Serie A.
El número ‘72’ esloveno es un futbolista totalmente atípico desde su sola apariencia. Dueño de un cuerpo de 190 centímetros en casi todo superfluos para su fútbol, largo de piernas y ligeramente encorvado. No es ni un extremo, ni un interior, ni tampoco un mediapunta al uso. No es rápido, y tampoco físico a pesar de su gran envergadura y puede que no haya rematado nunca de cabeza, incluso que ni siquiera haya despegado jamás los pies del césped para saltar. Para qué. Con una capacidad técnica sobresaliente, pero muy específica y totalmente sobria, que con total seguridad le habría permitido haber dado el salto a uno de los grandes clubes ricos del Viejo Continente y que, por el contrario, nunca ha estado ni medianamente cerca de hacerlo. Un playmaker ofensivo sin prácticamente parangón en todo el Calcio, seguramente el futbolista de la Serie A que mejor viene mezclando su influencia en la gestación cuando se acerca a la medular a recibir y a generar jugosos espacios, con la incidencia en la finalización de jugadas de su equipo, aunque no sea él directamente quien las termine. O sí.
Esta especie de Juan Román Riquelme esloveno, de jugador de culto en buena parte sui generis, de incomprendido de la vida, de inexpresivo genio de provincias en un equipo de provincias lleva arrastrando la etiqueta de laxo, frío e inconsistente desde que aterrizase en las faldas del Monte Pellegrino desde el Maribor de su país a principios de la presente década, de manera ciertamente justa pero injustamente descontextualizada y reduccionista. Toda una novedad en el fútbol de hoy día. Nótese la ironía. Es cierto que su esencia es el antónimo de brega y que ni siquiera sabe meter la pierna en un balón dividido, pero acomodado en la posición de trequartista por la derecha –su lugar ideal en este mundo–, un rol que hizo suyo desde que lo dirigiese Paulo Sousa en el mismo 3-4-2-1 que ahora domina y enriquece tras haber sido falso nueve para Vincenzo Montella en la misma Florencia en aquella misma Florencia, Josip Iličić siempre ha sido bandera de una belleza sutil, oculta, preciada, puede que hasta rara, de esas que se disfrutan incluso todavía más que aquellas más despampanantes y más obvias.
Si el ‘Papu’ Gómez es el líder atalantino, el regateador por antonomasia, el verso más suelto, el artista trilero de la función cien por cien bielsista de otro genio infravalorado como es absolutamente el gran Gian Piero Gasperini; Iličić es, por su parte, el brazo ejecutor de la ideología atacante de su técnico a pesar de ser el jugador menos intenso de todos, y a la vez el motor cerebral de la misma. El motivo no es otro que su excelencia para dotar de pausa a los ataques por oleadas de ‘La Dea’, para leer a la perfección los tiempos en los que atraer y en los que soltar pareciendo que tener ojos hasta en la nuca para ver la incorporación del carrilero contiguo es lo más normal del mundo, para comprender y gestionar a las mil maravillas el espacio propio y el ajeno y así generar ventajas y superioridades de forma permanente sin necesitar tener una ratio de acción excesivamente amplia, aunque sí bastante dinámica, especialmente a nivel de rapidez y agilidad mental, de visión de conjunto. Un guante de seda al servicio de un martillo pilón.
Un compendio de virtudes al que suma una temible pegada desde fuera del área con su brillante zurda, una visión de juego diferencial en el último tercio y que adereza de una cierta y genuina elegancia en sus trazos, un acierto casi infalible desde el punto de penalti y una capacidad regateadora muy reseñable, sobre todo a través de su típico dribbiling de arrastre y amago seco con el que podría llegar de banda a banda si eso resultase útil para su equipo. Además, el fantasista esloveno es un elemento ideal para los ataques posicionales de su equipo, ya que es un asegurador de pases de continuidad si la jugada lo requiere y ésta le obliga a tener que jugar en corto o de espaldas al arco, pero también un dinamitero en transiciones a campo abierto por su amplia zancada y por la excelente toma de decisiones que demuestra tener cuando todo discurre a toda pastilla y cuando el panorama se nubla y el parabrisas se empaña para la inmensa mayoría.
En su último partido liguero contra el Napoli, a Gasperini le bastó con sacar al césped de San Paolo a su Iličić de la suerte, a su as ganador, con apenas 35’ minutos por delante y un 1-0 en contra en el marcador. Le bastó y le sobró. En ese tiempo, ‘San Giosep de Bérghem’ se adueñó totalmente de las riendas del encuentro, realizó cuatro regates exitosos, disparó tres veces, regaló dos preciosos penúltimos pases de gol, hizo que la Atalanta le diese la vuelta al dominio local de forma abrupta y copó los focos de la importantísima remontada de los suyos de cara a sus aspiraciones reales de acceder a la próxima edición de la Champions League. El justo premio que merecen todas esas buenas cosas que llevan pasando en el centro de la Lombardía desde la llegada de ‘King Gasp’. Empezando por el propio entrenador, siguiendo por el carisma y la calidad del ‘Papu’ Gómez, la vocación ofensiva de la idea, el excelso funcionamiento del sistema, el inherente atrevimiento y la frescura, pasando por el estado de forma imparable de Duván Zapata, el ida y vuelta infinito de los carrileros, el dinamismo del doble pivote, el arrojo de los centrales, la verticalidad, la ambición, las ganas de sentarse en el sofá a verlos jugar y, por supuesto, terminando en un sibarita de la pelota de la enjundia del esloveno. El justo premio que el equipo más valiente y el proyecto futbolístico más consolidado y emocionante de toda Italia, con permiso de la Juventus, sin lugar a dudas merecen como nadie.
Qué más dará si Josip Iličić ni siquiera es capaz después de marcar un gol o de decidir un partido con su fútbol de alargar su gesto más allá del esbozo de una media sonrisa. Qué más dará. Qué más dará si el balón, si su entrenador, si sus compañeros, si los aficionados bergamascos y si todos los espectadores desde sus casas ya la esbozan entera y abiertamente por él. O más bien, gracias a él.
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