Muy probablemente, David Ferrer jugó el pasado domingo su
último partido defendiendo los colores de España en la Copa Davis. Parece
complicado que, con Nadal volcado en la competición y Carreño recuperado,
Bruguera apueste por él en Francia, en una pista que no sea de tierra batida.
Pero si había un adiós que el de Jávea soñaba, se cumplió: en su tierra, en un
quinto partido y con una victoria agónica que daba el pase a España ante
Alemania. Las lágrimas de Ferrer lo decían todo.
No es nada fácil convivir siempre a la sombra de Nadal. No
es el mismo caso que el de Wawrinka, pues el helvético supo crecer al lado de
Federer y forjar su propia historia, ni la de Troicki, por ejemplo, pues el
serbio nunca llegó a ser siquiera top-10. El caso de Ferrer es, por tanto, muy
singular: en cualquier otro país tendría los altares de una leyenda nacional y
en cualquier otra época tendría, al menos, un título de Roland Garros en sus
vitrinas.
Pero lejos de lamentarse, el alicantino siempre ha preferido
el mono de trabajo. Porque si algo está claro es que nadie le ha regalado nada.
Cierto es que nadie regala nadie a los campeones, pero Ferrer no nació con la
facilidad de hacer posible lo imposible que ha tenido Federer. Ni tampoco la
solidez en la transición defensa-ataque de la mejor versión de Djokovic. Ha
tenido que trabajar más que ellos, probablemente.
Una muestra de ello es su tardía explosión. Cuando un
tenista es extremadamente talentoso que, sin demasiado esfuerzo y dedicación,
puede lograr grandes objetivos, los consigue relativamente pronto. Ferrer, en
cambio, no alcanzó los puestos de honor del top-10 hasta 2007, con 25 años, en
la temporada de su explosión. Ese curso llegó a sus primeras semifinales de
Grand Slam -en el US Open, eliminando a Nadal por el camino- y jugó la final de
la Copa Masters ante Federer.
Su carrera deportiva ha sido atípica. Ha sido el exponente
del cambio del circuito ATP en la última década, pues no fue hasta entrada la
treintena cuando consiguió la solidez necesaria para ser considerado candidato
a ganar prácticamente cualquier torneo. De hecho, entre el Open de Australia
2012 y Roland Garros 2014 jugó diez cuartos de final consecutivos de Grand
Slam. Y en todos ellos, excepto en tres ocasiones -Del Potro, Berdych y
Gasquet- fue eliminado por un miembro del Big
4.
Y es que esa ha sido la gran lástima para Ferrer: coincidir
con cuatro extraterrestres. Y más aún, coincidir con Nadal. Porque Ferrer,
aunque ha sabido adaptarse a cualquier superficie, siempre ha tenido en la
arcilla su hábitat natural. Y si no fuera por Nadal, habría ganado Roland
Garros en 2013, cuando fue barrido por el balear en la final. O tendría algún
Masters 1000 en la superficie. O habría logrado el Godó, ese torneo que tantas
veces se le ha resistido.
Todo ello, en la sombra, sin ocupar espacio en las portadas
de los periódicos y sin quejarse nunca por ello. Con el mono de trabajo y
esperando la oportunidad. Como aquel torneo en París-Bercy, cuando ganó su
primer y único Masters 1000 en pista cubierta. En pista cubierta. Quién se lo
iba a decir. Y algo así ocurrió el pasado domingo en Valencia.
La derrota de España en el partido de dobles, unida a
la exhibición de Nadal ante Zverev en el cuarto punto de la eliminatoria,
otorgó a Ferrer la oportunidad de conseguir una victoria que cerrara, en su
tierra, con el broche de oro a una trayectoria intachable en la Copa Davis con
España. Y con épica, pero también, con mucho trabajo -el sello de Ferrer-, el
español sacó adelante el partido y cerró el círculo.
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