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Un gigante entre la grandeza

Cuesta
encontrar, cada vez más, a un jugador de 2’08 consiguiendo grandes títulos.
Suelen tener su hábitat natural en la incomodidad de las primeras rondas para
los jugadores top o en algún torneo
ATP 250 en pista cubierta. El tenis actual, cada vez más exigente físicamente y
de peloteos interminables, castiga a los Karlovic, Querrey, Opelka o Anderson.
Aunque de vez en cuando, como ocurrió en el pasado Masters 1000 de Miami, encuentran
un resquicio para alcanzar la gloria.

El caso de
John Isner es extremadamente particular. Lejos de los habituales éxitos junior de las estrellas de la ATP, el
estadounidense no fue profesional hasta los 22 años. Terminó de explotar en
2010, con 25 años, cuando logró su primer título en Auckland y ganó el partido
más largo de la historia del tenis -el famoso de Wimbledon ante Mahut, que
acabó con un irrepetible 70-68 en el quinto set-, para alcanzar sus primeros
cuartos de final de Grand Slam al año siguiente, en el US Open 2011.

Basando su
juego en un saque de potencia incalculable, la movilidad de Isner se fue
haciendo mejor con el paso de los años, hasta el punto de estar cerca de ganar
a Nadal un partido de Roland Garros, algo impensable para un simple sacador. Su
presencia en las rondas finales de los Masters 1000 comenzó a no ser mera
casualidad, aunque acostumbraba a empequeñecerse en los grandes momentos.

De hecho, el
gigante de Greensboro perdió sus tres primeras finales de Masters 1000, aunque
todas ellas, cierto es, ante jugadores que no suelen fallar en este tipo de
partidos: con Federer en Indian Wells’2012, el día después de batir a Djokovic,
entonces número 1, en semifinales; con Nadal en Cincinnati’2013, habiendo
tumbado también al serbio en cuartos; y con Murray en París’2016, en el momento
en el que el escocés alcanzaba el número 1 del mundo.

En todos
estos partidos, no obstante, la competitividad de Isner fue máxima: forzó a sus
rivales a disputar tie-breaks e
incluso contra Murray obligó al por entonces mejor jugador del mundo a jugarse
el todo o nada en la manga decisiva. Pero siempre le faltaba algo. Su exceso es
fogosidad en puntos clave provocaban errores que la grandeza del tenis no
perdonaba e Isner, habituado a levantar trofeos menores en torneos de categoría
250 disputados en Estados Unidos -ha ganado hasta cuatro veces en Atlanta-, se
quedaba una y otra vez a las puertas.

Y no sólo
estas finales. En 2017, año en que el circuito vio cómo Djokovic, Murray,
Wawrinka, Raonic y Nishikori quedaban reducidos a la nada, jugadores de segunda
línea como Isner vieron aparecer oportunidades. Y hasta tres semifinales de
Masters 1000 disputó, perdiendo las tres (con Zverev en Roma, con Dimitrov en
Cincinnati y con Krajinovic en París) por escasos detalles. Y cuando peor
estaba, cuando ya nadie daba un duro por él, cuando Sock y Querrey ocupaban las
portadas de la esperanza en Estados Unidos, el destino le dio a Isner lo que
tanto tiempo llevaba buscando.

Apenas había
ganado un partido en todo 2018 -en la primera ronda de Delray Beach- pero la
impredecible naturaleza que caracteriza al actual circuito masculino dio una
oportunidad a Isner, que derrotaba a Del Potro en semifinales y remontaba en la
final a Zverev, alzando su primer Masters 1000 justo en la ciudad en la que
reside. En su celebración, mediante una foto en Instagram, Isner ironizaba:
“Esto es lo que siente Roger Federer cada domingo”.

Tiene casi
33 años y nadie va a vender a Isner como esperanza de un tenis, el
estadounidense, carente de ídolos, y que trata de nacionalizar a Federer
en cada US Open, pero lo cierto es que, de los tres últimos Masters 1000, dos
han sido para jugadores de Estados Unidos, algo que no pasaba desde los buenos
tiempos de Andy Roddick, allá por 2003. Y todo combinado con la victoria de
Sloane Stephens en categoría femenina, haciendo que dos estadounidenses ganasen
en Miami, algo que no sucedía desde 2004, con Roddick y Serena.

El tenis le
debía este título a Isner, un jugador de naturaleza del pasado, cuando los
sacadores dominaban el circuito, pero de sorprendente adaptación a los nuevos
tiempos, en los que el fondo de pista y la potencia de los golpes no sólo ganan
partidos, sino también títulos. El gigante ya no se marea en las alturas, sino
que, al menos en su trayectoria deportiva, se codea con la grandeza.

Vigués residente en Barcelona. Escribo en Sphera Sports y en VAVEL. Descubrí a Federer y luego me aficioné al tenis. ¿O fue al revés?

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