Malek
Jaziri, Fernando Verdasco y Jeremy Chardy. Estos son los tres nombres que han
frenado, en rondas tempraneras, la marcha de Grigor Dimitrov en la gira de
pista dura al aire libre de finales de febrero y el mes de marzo. De decepción
en decepción para un tenista del que tanto se esperaba tras su éxito en el
pasado Masters de Londres y, especialmente, por el estado de forma de los dominadores
del tenis masculino en los últimos años.
La
trayectoria deportiva de Dimitrov se resume en una palabra: irregularidad. Con
un talento fuera de lo común, el búlgaro es capaz de encadenar tres torneos a
un gran nivel, logrando algún gran título, como los conseguidos en Cincinnati y
Londres en la fase final de 2017, pero también es un elemento impredecible en
las primeras rondas de torneos en los que debería rendir.
Su parecido
estilístico con Federer le lastró durante muchos años, ganándose una injusta e
incómoda etiqueta de Baby Federer que
le llenó de presión y vació de trofeos. Estuvo dos años y medio sin ganar
títulos (desde Queen’s 2014 a Brisbane 2017), pero su pasada temporada fue muy
prometedora. Tras los irreductibles Nadal y Federer, fue el jugador con mejores
números: ganó la Copa Masters, un Masters 1000 y jugó las semifinales del Open
de Australia.
En 2018, con
Nadal en un nuevo proceso de lesiones, Djokovic irreconocible, Murray KO hasta
el verano -como mínimo- y Federer algo más vulnerable que en el pasado, debía
ser la hora de Dimitrov. Recibió un duro correctivo en la final de Rotterdam
(6-2, 6-2 ante Roger, en su mejor torneo de este año), y parece que no levanta
cabeza desde entonces. Fue en Holanda cuando Federer comenzó a bajar el pie del
acelerador, una vez alcanzado el número 1, pero esta circunstancia no ha sido
aprovechada por Dimitrov, incapaz de alcanzar siquiera los octavos de final en
los tres torneos posteriores.
Y lo peor
para él es que ahora llega su peor pesadilla: la gira de arcilla. Una
superficie en la que ha sufrido lo indecible en los últimos tres años, sin
disputar nunca la segunda semana de Roland Garros y sin jugar unos cuartos de
final de un Masters 1000 en tierra batida desde que lo hiciese en Madrid, en
2015. No parece el mejor escenario para resurgir, aunque Grigor es un animal de
rachas y, viendo el panorama de lesiones y estados de forma de la ATP, no es ni
mucho menos imposible. Quizás sea en su superficie menos querida cuando deba
demostrar cuál fue su verdadero oasis: el del bache de este mes en pista dura,
o el de los grandes títulos de 2017. Esperémosle, una vez más.
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