Su
palmarés lleva escrito con líneas de oro desde que su apellido comenzó a
resonar por los cuadros de medio mundo. Empezó a hacerlo, de manera
profesional, allá por el año 1994 en un estreno, en Oakland, en el que cayó
derrotada ante Arantxa Sánchez-Vicario. Su tenis es fuego de mortero. El revés
a dos manos que atesora es una bala
que se clava en mitad de las líneas. Por si alguien quedó vivo lo remata con la derecha fina y efectiva como pocas en el
circuito WTA.
Venus
Williams es una de esas jugadoras que no se olvidarán. Ya no solo porque entre
ella y su hermana Serena hayan copado portadas hasta la infinidad (que
también), sino por su capacidad para sobreponerse a problemas de salud para
regresar a su buena forma cuando, perfectamente, podría haber tirado la toalla
y haberse alejado definitivamente de las pistas. Eso la engrandece aún más.
En
2011 fue diagnosticada del síndrome de Sjögren, un trastorno crónico autoinmune
que destruye las glándulas que crean lágrimas y saliva, por el que tuvo que
adoptar una dieta basada en productos veganos y crudos que le ayudaron a
aliviar la inflamación en su cuerpo y reducir los síntomas de pérdida de
energía que la hicieron vagar por el ranking WTA y salir de entre las 100
mejores en septiembre de ese año.
Desde
ese mes y hasta el torneo de Miami 2012 se mantuvo lejos de las pistas. Tuvo
que dar un giro radical a su metodología de entrenamiento para evitar la fatiga
crónica y los sudores, además de las diversas lesiones, que la habían
acompañado durante todo ese tiempo previo, y reconducir su vida y su
trayectoria profesional, de nuevo, iniciada la treintena.
Pero
su tranquilidad y su fuerza de voluntad la levantaron y la hicieron llegar a
dos finales de Grand Slam (individuales) en 2017, algo inédito en su carrera
desde el año 2003. La primera de ellas en suelo australiano (la perdió ante su
hermana Serena) y la segunda sobre la hierba del All England Club (cayó ante
Muguruza).
Fuera
de las canchas, Venus es empresaria – se licenció en agosto de 2015-, y propietaria
de su propia marca de ropa y de una compañía de diseño interior, labor que compagina
con el circuito WTA. Ha publicado algunos libros, entre ellos, el más reciente,
Come to win. Toda una todoterreno a
la que le encanta el arte, los comics, escribir poesía o estudiar nuevas
disciplinas.
Siempre
bajo la tutela de su padre Richard Williams –con quien ambas se iniciaron en el
deporte de la raqueta en la ciudad de Compton (California)- y con fijación en
su ídolo de la infancia, el tenista Boris Becker, Venus ha hecho de Wimbledon
su particular Grand Slam, donde ha
ganado cinco trofeos en individuales y seis en dobles de los 21 que tiene
sumando ambas modalidades. Como curiosidad, ostenta el récord de servicio más
rápido del tenis femenino en la historia (129 mph), alrededor de los 208 km/h,
logrado durante la edición 2007 del US Open.
Y
es que aquella joven, que pronto destacó en el tenis júnior californiano; que
se ha colgado cuatro medallas de oro (individual y dobles en Sídney 2000 y
dobles Pekín 2008 y Londres 2012) y que llegó a lo más
alto en ambas modalidades, ha alcanzado los 1000 partidos como
profesional. Una auténtica proeza, a los
38 años. Un récord a la altura de lo que significa su apellido en el tenis
profesional. No es para menos. Venus es ya milenaria. Una suerte buscada
conviviendo con los fantasmas de la salud que ensombrecen la vida. Adaptándose
a ellos. Ganándole la partida a la conciencia parlante en tiempos oscuros.
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