“Pasa el tiempo y Roger
sigue jugando mejor”. La frase, verdad como pocas, se le escapa a Marin Cilic
en la rueda de prensa posterior a su derrota, en Melbourne, ante el hombre para
el que el diccionario necesita neologismo. El croata, en cuya mirada la furia
es latente al término del cuarto parcial, se ve sobrepasado por la eternidad
vestida de carne y hueso sobre una pista de tenis.
Roger Federer alza los
brazos en alto, se contrae incrédulo, le da la mano a su oponente en señal de
respeto y se sienta a llorar. Como minutos después lo hace en medio de la
ceremonia de premios. Allí solloza para expresar lo que las palabras no pueden
hacer. Hasta Rod Laver saca la foto con su propio móvil. ¿Para qué esperar? De
leyenda a leyenda. De un mito a otro, aún en activo, que carbura con fieles
garantías rumbo al número 1 mundial. Una hazaña que por ser, podría ser
antológica pero, lo más importante, verosímil.
30 Finales de Grand Slam, 20
trofeos abrochados en medio de una época dorada para la historia del tenis como
la que nos ha brindado el Big 4 (Nadal, Federer, Djokovic y Murray). Por esta
razón, lo del suizo en este Abierto de Australia es indómito. En 2009, cuando
se disponía a igualar el récord de Pete Sampras con 14 grandes, Rafa Nadal le apartó de lograrlo. Nueve años después, la
marca del helvético supera en seis el número de majors que dejó Pistol
tras su ocaso en las canchas.
No faltaron años malos. En
2013 sufrió severas dolencias en su espalda que le obligaron a firmar un
periplo con registros para el olvido y en el que incluso llegó a reconocer que
se había equivocado al jugar lesionado en algunos torneos. Su derrota más
sonada aquel año fue la repentina salida, en segunda ronda de Wimbledon, ante
el ucraniano Stakhovsky. Fue su peor marca en un Grand Slam en nueve años. Bajó
del top 4, por vez primera, durante más de una década.
Desde el fango, Federer supo
recomponerse y hacerse con el timón de su carrera deportiva, de nuevo, en medio
de las críticas que envalentonaban su retirada. Firmó un notable 2014 que lo
llevó desde el octavo puesto del ranking al segundo tras varios títulos, el más
importante de todos ellos, la Copa Davis ganada en Lille.
La ayuda de Stefan Edberg
fue clave para realizar una serie de modificaciones en su patrón de juego a fin
de que el helvético pudiera prolongar su viaje por las pistas. Un año después,
en diciembre de 2015, su relación profesional terminó con parte amistoso. Ivan
Ljubicic era el recambio para 2016.
Aquella fue una temporada
muy difícil. Federer se sometió, por primera vez en 18 años de carrera
deportiva, a una operación debido a una rotura de meniscos. Se saltó Madrid,
Roma y Roland Garros por la espalda, regresó en hierba para Stuttgart, Halle y
Wimbledon –cayó en la semifinales en los tres- antes de anunciar, públicamente,
su abandono, hasta el próximo episodio, por el impedimento del dorso; un hecho
que le hizo no poder defender los colores de Suiza en los Juegos Olímpicos de
Río de Janeiro. Sin ningún título, Federer cerró su peor año desde 2001. Mientras,
Djokovic y Murray se repartían la mayoría de entorchados del calendario.
Entonces vino la
reinvención tras el descanso obligado. Su revés mejoró gracias a una nueva
raqueta, su saque fue un gran aliado y su presión al resto puso en apuros a los
mejores. 2017 fue al año en el comandó, junto a Rafa Nadal, los Grand Slam
cuando uno y otro parecían abocados al fin de sus días. Un curso espectacular.
De deleite. De puro tenis vintage.
Ambos devolvieron su magia a las pistas. Federer regresó más fuerte que nunca
para vivir otra juventud. Y en ella sigue. A caballo entre los 36 y 37 años. Ganando
su 20º Grande. Saliendo del barro.
Limpiándose la suciedad de años
negros con lágrimas de ilusión renovada. La ambición comanda el cuerpo de un
hombre que no entiende de imposibles. Solo se deja llevar
You must be logged in to post a comment Login