Llegaba el Betis a Vigo un
lunes de pleno invierno, abrigado con una simple chaquetilla de chándal, de
esas que después hacen pasar factura en forma de una ronquera de una semana de
duración, con media sonrisa al hombro, el flequillo erizado al viento, un
cierto aire despreocupado y el último hit de Los 40 Siempreiguales
resonando en los auriculares. Con el mismo estilo jamesdeaniano de
Martin Sheen en Badlands llevado a la contemporaneidad, dispuesto
a ejecutar la misión de dejar atrás su pasado a sus innegociables maneras, a
escapar de su descastada adolescencia sin corregir sus arrebatos, con balas de
inconformismo preparadas para quien ose ponerse por delante.
Con el afán propio de esa
juventud rebelde y despreocupada, y tras haber pasado y sufrido el manotazo de
la resaca de la noche más gloriosa de su breve existencia, el Betis de Quique
Setién encaraba el duelo de Balaídos con la clara intención, y
también la asible oportunidad, de madurar sus aspiraciones ante un rival de
peso equiparable. Malas tierras, con un desatado Iago Aspas de por
medio, para cumplir con el propósito y agarrarse a la cola de sus anhelos sin
dejar de lado sus excesos. Malos días, los lunes sin sol, para ponerse a hacer
la colada. Malos días, los lunes, para que te tomen medidas para tu primer
traje. Malos días para intentar madurar de golpe.
Ante una presión elevada por
parte del rival tan marcada e intencionada como la del Celta, el Betis
volvió a hacer de su salida rasa desde atrás una cuestión de fe más que un
atributo, hizo sufrir a Adán de nuevo más de la cuenta y fue incapaz en
demasiadas ocasiones de girarse para ver el partido de cara en la medular, lo
que redundó en una sobreexposición al fallo de un Javi García tremendamente
útil para dar equilibrio a las transiciones ataque-defensa y para insertarse
entre centrales como pasó a realizar cuando ya era tarde, pero falto de la
agilidad y la plasticidad necesarias para hacer imponer el estilo de su equipo
en contextos como el de Vigo.
Más allá de ello, el conjunto
verdiblanco careció de una salida alternativa que lograse dividir la presión de
forma efectiva, ya que ni Mandi -con sus habituales conducciones y
envíos verticales-, ni Feddal -a través de sus envíos largos hacia los
extremos- se encontraron cómodos para pensar en la construcción ante el
arduo pluriempleo de vigilar y encargarse del mago de Moaña y del toro Maxi.
Fruto de ello y pese a los esfuerzos, cada vez más multiplicados y en más
parcelas del terreno de juego, de un Fabián que ahora mismo -junto a Joaquín–
es el futbolista más imprescindible del Betis, el equipo volvió a desperdiciar
su inicial dominio de la escena y sus dotes ante la cámara pelota al
pie.
Fue precisamente Joaquín el
único que pareció entender el complicado panorama en el que se desenvolvía el
encuentro para los intereses béticos y por ello comenzó a dejarse caer por
posiciones interiores, para tratar de acomodar un juego ligeramente más
directo. Sin embargo, esa entendible y seguramente necesaria decisión, liberó
de atenciones a Jonny, que se hizo grande en ataque y explotó a las mil
maravillas, junto a Radoja, el carril intermedio a la derecha del
mediocentro bético, con Barragán pendiente de Pione Sisto y con
Mandi, a su vez, muy fijado por Maxi Gómez como para salir en busca de
la anticipación y tirar de la línea defensiva hacia arriba.
Pese a las tremendas dificultades
generales y al preocupante y extendido aislamiento/desacierto de un Sergio
León excesivamente desligado del circuito asociativo y escaso de puntería,
el Betis logró meterse en el partido y no fueron otra cosa que las pérdidas en
fase de salida las que condenaron a los de Setién a regresar de vacío a
Sevilla. A la larga, de algo tiene que servir ser experto en dispararse en el
pie. Al menos, para dejar de hacerlo cuando ya casi no queden balas y haya que
pasar a pelear con los puños. Al menos, para elegir otro día de la semana que
no sea un lunes para empezar a ser maduro y para no confundir más candidez con
rebeldía. Al fin y al cabo, seguramente todos queramos escapar de la rutina
gris a la manera de Martin Sheen en Badlands, sin miramientos y revólver
en mano, pero lo que es seguro es que nadie quiere acabar condenado por uno
mismo, inconsciente de sus equivocaciones y con la soga al cuello como él.
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