El Getafe es un equipo hecho para sufrir, que juega consciente de que está hecho para sufrir y que, sin embargo, no está sufriendo. Desde la austeridad estilística, la disputa constante en todas las zonas del campo, la predisposición defensiva coral, la negación del área propia, las segundas jugadas, la implementación de un ritmo elevado que rehúsa el control propio e impide el ajeno, desde el juego directo y la intensidad física; el equipo de José Bordalás está sembrando una salvación más que tranquila que tiene su base, además de en todos esos elementos globales, en las capacidades y el nivel individual que está mostrando en cada jornada Jorge Molina, el jugador franquicia y único playmaker del equipo azulón.
Para un delantero centro, el contexto en el que se desarrolla el fútbol del Getafe no es precisamente beneficioso. El conjunto madrileño es el tercer equipo de las cinco grandes ligas con menor posesión de balón y directamente el peor en cuanto a porcentaje de acierto con el pase y a número de pases por partido. Y, sin embargo, ahí, Jorge Molina se ha erigido como el segundo nueve de La Liga que más pases totales ha dado en lo que llevamos de temporada, solo por detrás de Gerard Moreno.
El alcoyano es, de largo, el futbolista con mayor peso creativo de un equipo que es un caso único en la élite, ya que tiene en su lateral derecho –Damián Suárez– a su otro mejor pasador, que vacía de poso y peso con pelota la totalidad de su zona ancha motu propio, y que cuenta en su central zurdo –Cala– y en su portero –Guaita– a los otros dos nombres que más veces tocan el balón por encuentro, generalmente para despejar o jugar en largo, con unos guarismos medios de acierto del 58% y de treinta pases por partido entre los cuatro nombres más destacados en estas lides. Números que hablan por sí solos del manual de estilo que está empleando el Getafe.
A sus 35 años, cumplirá 36 antes de que finalice el presente curso, Jorge Molina está dando en cada partido una clase magistral de cómo compensar la pérdida de la potencia y las incuestionables cifras que le han caracterizado y situado como uno de los mejores delanteros de la Segunda División en su época más reciente, a través de todo su bagaje futbolístico acumulado, de sus certeras elecciones para bajar al apoyo o para estirar la jugada en solitario, de su admirable sentido de la responsabilidad y del juego colectivo, y también desde una aptitud y una sapiencia para jugar de espaldas de verdadero primer nivel.
Sus caídas y recepciones hacia los costados, pocos metros por delante de la medular, con las que pasa a aguantar la pelota de espaldas al arco rival para así poner de cara y lanzar a los velocistas del equipo -como son Amath y un Ángel que es el principal beneficiario de toda su inteligente labor de despliegue y apertura de vías-, son el movimiento ofensivo más arquetípico de este Getafe de Bordalás. Nadie en los azulones quiere el cuero para construir a excepción del epicentro de todo su fútbol asociativo. Y es que Molina es la pieza que pone a jugar en sentido ofensivo a todas las demás, la que insufla aire al bloque y la única pausa del equipo de La Liga que más rédito saca a estar tanto tiempo sin gestionar el balón por voluntad propia.
Después de su larga estancia en el Betis -más valorada una vez dejó de vestir los colores verdiblancos que cuando lo hacía cada domingo- y en pleno invierno de su carrera futbolística, Jorge Molina está por fin adquiriendo la dimensión completa del jugador de Primera División de importancia supina para su equipo. Un estatus y una condición casi de figura de culto que nunca pudo asentar en Sevilla, y una magnitud y una trascendencia tan sumamente valiosas para un equipo de preceptos tan poco elocuentes con el balón en los pies, que van mucho más allá del número de goles que pueda conseguir esta temporada en un Getafe, al que sin él en el campo, el objetivo de la permanencia se le antojaría un terreno demasiado vasto como para abarcarlo a través de la esencia de su estilo.
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