Al Madrid de Ancelotti, flamante campeón de Europa en Lisboa y del Mundo en Marrakech, se dice que lo mató su propia inercia ganadora, ese mal endémico que finiquita a todo aquel conjunto que el año inmediatamente anterior ha sufrido una sobredosis de títulos. Un desenlace cruel y de sobra conocido, pero ineludible como la vejez, la decadencia y, en último término, la muerte.
Los libros de historia dirán que el tiro de gracia a aquel equipo se lo dio Álvaro Morata y su postrero gol en la vuelta de semifinales con la Juventus, pero los más viejos del lugar recuerdan perfectamente el día que mataron al Real Madrid, y lo que es más importante, quién lo mató.
22 de marzo de 2015. Camp Nou, Barcelona. Minuto 55 de partido. El Real Madrid domina el clásico del fútbol mundial, sin embargo, el marcador señala un empate no inmerecido, pero sí inesperado por el gran juego (y ocasiones) que el Madrid estaba desplegando en territorio comanche. El Barça, inexperto pese a sus canas en batallas farragosas de este calibre, fichó en verano de 2014 a un pistolero con pedigrí, a un prestidigitador perseguido por la ley, un forajido de leyenda que a punto estuvo de tomar la Premier League en solitario la temporada anterior. Un uruguayo que venía a romper la maldición del 9 en un club que, de paso, se deshacía de la idea modernista e infructuosa en los últimos tiempos de jugar sin un ariete de referencia, un killer. Su nombre era Luis Alberto Suárez Díaz.
Con toda la línea defensiva del Madrid adelantada hasta casi el mediocampo, Suárez inicia un desmarque que sólo percibe Dani Alves, antihéroe encerrado en el cuerpo de un lateral derecho. Éste envía un pase milimétrico al charrúa, quien posee una ventaja mínima, pero suficiente para perpetrar el plan que su mente ha dibujado segundos antes. Ramos a su diestra y Pepe, a su siniestra. El de Camas inicia el movimiento de espaldas, lo que le descarta como rival en la pugna, el portugués, por su parte, arranca unos centímetros por detrás de Suárez y de la orientación del cuero.
Luisito sabe que sólo tendrá dos toques para consumar aquello, uno para bajar y acomodar el balón, y otro para disparar la única bala del tambor. Ambas caricias vinieron acompañadas de sendas miradas, la primera para guiar la caída de aquel balón y la segunda para ver donde se situaría Casillas. A sus perseguidores ni los mira, no le hace falta. Dicho y hecho. Con el balón acomodado, un disparo cruzado al segundo palo hace estallar a 99.000 almas. James Stewart se llevó la gloria, pero quién mató a Liberty Valance fue él. Aquel gol no sólo supuso media Liga, significó la caída de un Imperio que amenazaba con perpetuarse, la cuarta edad de oro del madridismo tendría que esperar.
Luis Suárez es una pieza de coleccionista. En una era de delanteros elegantes pero poco efectivos y de tanques con menos resolución que una cinta VHS, el uruguayo resucitó el noble arte del goleador. Oportunista, marullero y letal, el libro de estilo de Suárez es tan único que el segundo delantero que tenga la osadía de perseguirle se encuentra a años luz de él.
Debutó en la máxima categoría del fútbol uruguayo de la mano de Martín Lasarte, entrenador de Nacional, quien le dio la oportunidad en marzo de 2005. La temporada siguiente dio el salto a la competición europea de la mano del Groningen, un club holandés bastante modesto, el cual le sirvió de trampolín para fichar por el Ajax, emplazamiento donde comenzó a granjearse la fama de goleador. Liverpool le abrió los brazos, un equipo necesitado de ídolos que veía marchitarse la última flor de un jardín histórico, Steven Gerrard.
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Su estatus de crack crecía al mismo tiempo que se expandían sus malos modos sobre el césped. Un carácter competitivo mal entendido y alejado del término medio, único lugar donde se encuentra la virtud. Sus tres mordiscos (2010 a Otman Bakkal, 2013 a Ivanovic y 2014 a Chiellini), casi le cuestan su carrera futbolística. Con la llamada del Barcelona a su puerta comprendió que debía dejar atrás todo eso y centrarse en su fútbol, que era tan eficaz como bello bajo la óptica clásica. Entendió que tenía que convertirse en Paul Newman en Marcado por el odio, un film donde interpreta al púgil Rocky Graziano, un boxeador que convirtió toda su rabia interna en la mejor fuente inspiración posible.
Da igual en que condiciones llegue la pelota a sus dominios, tiene recursos para resolver cualquier situación. Si el centro viene con fecha de caducidad, engancha una volea con la misma fuerza que un caballo patearía a un extraño. Si por el contrario, el centro está en perfectas condiciones, remata colocado con la testa, una cabeza cada vez más asentada. Cuando el partido muere en las trincheras del orden defensivo, siempre tira el desmarque adecuado, como un minero que pica y pica hasta hallar la piedra preciosa.
Pero él donde más cómodo se encuentra es en el área, su rincón favorito. Ahí es intocable. Pone sus glúteos en posición, saca la cadera y gira su torso los grados que requiere el pase que va a recibir o el rechace que va a capturar. No despega la vista del balón, no necesita hacerlo, ya sabe donde la quiere poner en el mismo instante en el que ha detectado la jugada. Se adelanta a todos. Es el Alien de Ridley Scott, el octavo pasajero.
Cuando Messi arranca una de esas galopadas divinas que llevan el bello perfume del gol impregnado, él percibe en los andares del astro rosarino su eficacia. Así lo hizo en Berlín. Sabía que no daría el balón a nadie más que a la red, su compinche favorito, sin embargo, la posición de Buffon y su referencia de la portería respecto al posible golpeo del cuero le concedía muchas posibilidades de estrellarse contra las manoplas del italiano. Eso sí, la fuerza del golpeo haría imposible que pudiese atajar el balón, tan sólo lo despejaría, a ser posible, al lado donde se había colocado él. Erró el argentino, despejó el arquero y sentenció el 9. La muesca más bella de su revolver.
Con este charrúa cabizbajo, torpón en apariencia y de carácter inflamable, la especie del delantero clásico todavía sobrevive. Una pieza tan necesaria que su precio parece caro hasta que lo ves amortizado con su rendimiento. No nos engañemos, todos queríamos ser Súarez en el colegio. Nadie quiere ser Messi o Maradona, eso no se elige. Es el fútbol quien llama a tu puerta para entregarte esos dones. Todos quisimos ser ese ariete corajudo, potrero, intuitivo y letal, esa primera elección en un tiempo de recreo que se hacía injustamente corto. Últimamente pocos consiguen serlo, pero este pibe de Salto si lo logró. Y el fútbol te lo agradece de corazón.
Periodismo. Hablo de baloncesto casi todo el tiempo. He visto jugar a Stockton, Navarro y LeBron, poco más le puedo pedir a la vida. Balonmano, fútbol, boxeo y ajedrez completan mi existencia.
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