1991. Las televisiones privadas llegan a Canarias. Antena 3 y Telecinco amplían las posibilidades de los televidentes. También Canal Plus entra en escena; el canal de Sogecable que emitía parte de su programación en abierto y el resto codificada. A mi padre le parece buena opción pagar la cuota, por entonces unas 3.000 pesetas, para disfrutar de contenidos exclusivos. Creo que no salí de mi casa en un mes. El cine siempre me ha fascinado y las películas que proyectaban iban con un adelanto inusual para lo que estaba acostumbrado. Y luego, claro, estaba el fútbol, en un momento histórico para un crío de sentimiento culé.
Sin embargo, a la postre, no serían los partidos de La Liga los que más esperaría cada fin de semana. Un par de años después descubrí otra competición que me sorprendió de una manera que no tenía prevista. En la sobremesa, justo después de almorzar, aquel canal ofrecía un encuentro en directo de la Premier League. Yo no salía de mi asombro. El ritmo eléctrico del juego, los cánticos en unas gradas sin protección, la fantástica realización… En cada ocasión los ojos como platos y a gozar de las que se convertirían en las mejores dos horas del día. No estaba para nada y para nadie. Trataba de absorber conocimiento, y entre los chicos de mi edad me convertí en un experto en la materia. Los que podíamos ver el fútbol inglés hablábamos con el resto mientras estos escuchaban atentos las hazañas de jugadores que no podían seguir a través de sus pantallas. A día de hoy mucha gente domina el fútbol de las islas británicas de un modo mucho más profundo, personas de las que aprendo yo, porque no tengo tiempo para poder seguir de la manera adecuada la liga inglesa; gente que me supera ampliamente en un campo que ahora me cuesta atender. Pero en los 90 yo era el mesías de mi barrio, el profeta del instituto.
Bien, pues en una de tantas tardes, recuerdo sentarme con mi padre a disfrutar del duelo de turno. Sin más intención que divertirme. Y de repente, él. El ‘7’ a la espalda y el cuello de la elástica levantado. Con su cara de pocos amigos y ceño fruncido. Vistiendo camiseta de cordones de manga larga y luciendo poses chulescas. Tras 90 minutos me había enamorado de su juego. El tipo en cuestión era delantero del Manchester United, y respondía al nombre de Éric Cantona.
El 1 de febrero de 1992 aterrizaba en Leeds, procedente del Nimes Olympique, este francés con fama (ganada a pulso) de polémico. En su país natal había dejado tantos buenos momentos sobre el césped como problemas disciplinarios y polémicas extremas. La última, amenazar con la retirada a sus escasos 25 años. Pero apareció la figura de Howard Wilkinson al rescate. Con Cantona en sus filas, el Leeds United ganaría ese mismo año su tercera Football League (campeonato equivalente inglés previo a la creación de la Premier). Su fichaje por los “Red Devils” se produce ese mismo verano, casi sin quererlo. Wilkinson, amigo de Alex Ferguson (entrenador del Manchester), hace una llamada para preguntar por la situación de Denis Irwin, un lateral escocés que cuyo primer equipo había sido precisamente el Leeds. La respuesta de Ferguson fue que Irwin no estaba en venta, pero que podían hablar de Cantona. Había recibido informaciones que aseguraban que la relación entre el francés y su igual no atravesaba un buen momento. El traspaso se cerró por una cantidad inferior al millón de libras.
26 años llevaba por entonces el Manchester United sin ganar el campeonato de la regularidad en Inglaterra. Recientemente le preguntaron a Peter Schmeichel, portero de aquel mítico equipo, por el impacto del galo en el vestuario: “Vino para cambiarlo todo. También a nosotros, los jugadores. Cambió nuestra mentalidad. Incluso para los chicos que fueron sumándose, como Beckham, Scholes o Neville, él era el hombre. Ellos lo tenían como referencia y se beneficiaron del impulso que nos dio”. Claro que para el arquero, la personalidad de Ferguson fue vital para que Cantona por fin se asentase en un club: “Su capacidad de gestión fue asombrosa. Nadie había sabido controlar la personalidad de Éric antes, y con Alex no hubo problemas”. La mezcla, que se antojaba explosiva, resultó inmejorable. Al término del primer curso tras el matrimonio Cantona – United, los “Diablos Rojos” se proclamaban campeones de la primera Premier League de la historia.
Los primeros dos años en Manchester resultaron gloriosos. Caería la liga en 1993 y 1994, logrando además el doblete en el segundo curso. Asimismo, su tendencia a asomarse al borde del abismo, a la autodestrucción, no afloraba. Tentado siempre a caminar en el alambre, sus pasos sobre firme sorprendían a propios y extraños. Lejos parecían sus advertencias de abandono, sus discusiones con compañeros de turno, o su facilidad para la ofensa dialéctica. Incluso Nike, la marca que le calzaba, explotaba su imagen sabiéndole un reclamo irresistible.
Sin embargo, la temporada 1994-95 volvería a traer las sombras. El Blackburn Rovers tiró la casa por la ventana para hacerse con los servicios de Chris Sutton, que, junto a Alan Shearer, formaría una dupla temible para alcanzar un objetivo que el club llevaba persiguiendo dos años. Los casi 50 goles de la delantera blanquiazul fueron una losa apabullante a la que los de Manchester no fueron capaces de hacer frente. Eso, y el capítulo más recordado Éric Cantona de siempre. El 25 de enero de 1995 el United visitaba Selhurst Park, la casa del Crystal Palace. Cantona estaba sufriendo un marcaje muy expeditivo por parte de Richard Shaw, central del conjunto londinense. Desesperado por la cantidad de patadas que estaba recibiendo, el galo terminó tomándose la justicia por su cuenta, y respondió con la misma moneda, pero sin balón. La tarjeta roja fue tan inmediata como merecida. Y cuando se dirigía al túnel de vestuarios, los insultos de un joven hincha de los locales llegaron a sus oídos. “Vuélvete a Francia con tu puta madre, bastardo”. Desgraciadamente, los futbolistas están habituados a escuchar cosas así cada noche, pero ese día las pulsaciones del francés estaban a mil y no midió. Arrancó con más ímpetu del que en ocasiones mostraba en pleno partido, saltó la valla publicitaria y propinó una patada en el pecho a Matthew Simmons, coprotagonista de este episodio. Las consecuencias fueron devastadoras para ambos. Mientras Éric era sancionado con 20.000 libras y cuatro meses de suspensión (aumentados a ocho por la Federación Inglesa) y dos semanas de prisión (conmutadas por 120 horas de servicio comunitario), Matthew veía cómo su equipo le retiraba el abono, perdía su trabajo, recibía amenazas, y se ganaba el silencio de su propia familia. Entretanto Nike, de nuevo, supo sacarle partido al incidente. Meses más tarde, el Blackburn se haría con la liga por un punto de diferencia y el Everton levantaría la FA Cup tras vencer por 1-0 al Manchester. A día de hoy, cuando se le menciona aquel instante, Cantona reconoce que lamenta una cosa: no haber impactado con más dureza sobre el ultra.
Antes de que la siguiente campaña comenzara, el francés pide al Manchester que rescinda su contrato. La motivación había desaparecido y estaba hastiado de todo lo que rodeaba al deporte rey. Por contra, se concentraba en proyectos que de verdad le llenaran ese extraño vacío que sentía. Durante su forzado retiro, por ejemplo, se había permitido el lujo de estrenarse en la gran pantala junto a Carmen Maura, sentando las bases de una interesante carrera en el mundo del celuloide (años después protagonizaría un inolvidable film a las órdenes de Ken Loach titulado «Buscando a Eric», del cual desde aquí recomendamos su visionado). Por suerte para los fans, Ferguson consiguió que reculase y continuara formando parte de la plantilla. El 1 de octubre de 1995 terminaba el castigo de Cantona. El Liverpool de Robbie Fowler, Jamie Redknapp y Steve McManaman visitaba Old Trafford. En el minuto 2 de partido, el ‘7’ asistiría a Nicky Butt para que este adelantara a los suyos. El Rey había vuelto y los casi 35.000 espectadores que presenciaban el choque en el Teatro de los Sueños enloquecieron. ¡Larga vida al Rey! Después, Fowler pondría a los visitantes 1-2; pero en el 71, penalti a favor de los locales. Durante la ausencia del francés, Denis Irving había sido el encargado de lanzar las penas máximas. Sin embargo, aquella tarde solo existía un posible pateador. 2-2, obra de Éric, y locura colectiva. Esa temporada marcaría 14 goles en liga, pero su incidencia iría más allá. La Premier que se había escapado hacía doce meses regresaba a Old Trafford. Además, el show tendría un epílogo mágico. El 11 de mayo de 1996, capricho del destino, el Liverpool de nuevo como adversario, esta vez en la final de la FA Cup. Cantona metía pocos goles, pero eran de hermosa factura o tremendamente importantes. En el minuto 85 los centrales del United suben a rematar un córner. Éric, viendo cómo estos atacan el balón, opta por recular desde el punto de penalti. El cuero es rechazado, yendo a parar a su posición, ya en borde del área, y, mientras sigue retrocediendo, empala una volea que decide el título. Siempre fantasía.
Un nuevo verano alejado del fútbol, en el que Aime Jacquet no le convoca para una Eurocopa que a la postre hubiera sido su última oportunidad de hacer algo grande con los blues (la historia con la selección da para capítulo aparte), volvería a dar paso al tedio. Y como un año antes, insiste en pedir a su club que le otorgue la carta de libertad. Le restaba solo esa campaña y en Manchester se mantuvieron firmes. Únicamente prolongaron lo inevitable: otros nueve meses de incontestable dominio terminaron por ahogar al mito. Sin acicate en el horizonte, el 11 de mayo de 1997 se pondría la casaca roja por última vez. En el duelo de celebración del cuarto campeonato con el United (quinto en Inglaterra), Cantona no abandonaría el estadio entre vítores, ni bajo una gran ovación. Ya en el vestuario, le comunica a Alex Ferguson que deseaba verlo en los próximos días. Cuenta el escocés que cuando le vio aparecer en aquella cita sabía que en esa ocasión no iba a ser capaz de hacerle reconsiderar su postura, que esta vez no tenía ningún as en la manga, y que era consciente de que había perdido la partida.
Y así, dos semanas antes de cumplir 31 años, y tal como llegó, de forma inesperada, Éric Cantona dejaba el United, dejaba Inglaterra, y dejaba el fútbol. Tras varios amagos ya nadie pensaba que hablaba en serio. Pero la realidad es que él siempre lo hacía. Solo que en esta ocasión no había un papel firmado que lo atara. Se iba, definitivamente. Para dedicarse a su verdadero hobbie: vivir. Eso sí, dejando tras su estela un legado incomparable. Reconstruyendo, de la mano de Alex Ferguson, a un equipo que se había olvidado de ser grande. Invirtió una tendencia que se había eternizado. Además, atrayendo a nuevos seguidores, a una legión de niños que de pronto querían ser del United. Y aunque he de confesar que conmigo no lo logró (no soy del Manchester United), durante esos casi cinco años sí que fui de Cantona. Y lo seré toda la vida.
A veces me pregunto qué veía yo en ese tipo. No hacía muchos goles, ni era rápido. Tampoco sus regates solían ser vistosos. Pero claro, luego recuerdo sus controles, su toque de balón, y toda esa facilidad para entender el juego. Su talento brutal y su carácter indomable, y pienso que era imposible no quererle. En Old Trafford cada contacto suyo con el esférico era el preludio de algo único. Le bastaba una jugada para decidir un partido, un gesto técnico para amortizar una entrada, y a los periodistas un simple detalle para escribir el artículo que al día siguiente saldría en los rotativos. Todo esto se veía magnificado por una sensación de desgana que fue aumentando a medida que se acercaba a su adiós. Y ello, lejos de desesperar al espectador, provocaba que se echaran las manos a la cabeza buscando la explicación de cómo tan poco esfuerzo era suficiente. Y por qué su presencia condicionaba tanto el encuentro de turno. En unos tiempos en los que los jugadores de élite deben dar el máximo de su capacidad, ya que la competencia es durísima, a él le bastaba con sus aptitudes. Para eso hay que ser muy bueno, superior.
En un club en el que han militado estrellas de la talla de Duncan Edwards, Denis Law, George Best, Bobby Charlton, Bryan Robson, Ryan Giggs o Cristiano Ronaldo, la figura del francés se eleva en el recuerdo del aficionado común. Como ese genio díscolo al que le traicionaba el carácter, le podía el temperamento. Y, a pesar de todo ello, como un tipo que se hacía querer. Todavía hoy, tras dos décadas alejado del verde, sus apariciones en spots o vídeos relacionados con el que fuese el equipo de su vida, nos resultan tan imprescindibles como entrañables. Porque a los genios hay que aceptarlos. En lo malo, y en lo excepcional, ya que bueno es un calificativo que, en estos casos, se queda corto.
Éric Cantona, uno de esos artistas de los que (permítanme el guiño a Don Javier Ibarra) brilla casi tanto su ausencia como su presencia.
https://www.youtube.com/watch?v=6Voa1v0q4t8
Tenerife. Estudié sociología aunque siempre he estado vinculado al mundo de la comunicación, sobre todo haciendo radio. Deporte en general y baloncesto más a fondo.
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